Las fuentes del calor y el silencio son las mismas: la gravedad, golpeando cada vez más fuertemente los ojos de un pantera despreocupada. Las garras juegan en el aire a romper hilos de marionetas salvajes, que resuellan con ruidos muy extraños, como si un caballo atravesara las fronteras del sueño y galopara en el tejado de una catedral gótica.
Recuerdo que esta mañana me levanté y tenía los ojos rojos por el trabajo realizado de madrugada; toda la noche en silencio, esperando que la gota de miel que me surcaba la cara llegara por fin a los labios. Pero también hay crueldad en el misterio, y no hace falta despertar para saber que todo es quimérico, una vez más un engaño del inconsciente, que utiliza mi voz y mi cuerpo para su oscura voluntad de triunfo.
Es más tarde de lo habitual; me revuelvo en la cama y busco una espalda dibujada en la pared con las sombras de la pintura blanca, y los párpados se me van acostumbrando a la sombra, dejan que ésta penetre hasta el nervio, y, una vez allí, le dan el nombre de experiencia mística, o de escombro, y a mí sólo me queda tirarme por las escaleras para comprobar qué es el pánico en el sentido festivo.
Pánico: una rueda, un collar de perlas que atraviesa una mariposa de colores mientras la nube rosa cambia de posición y agrupa las lágrimas en lanzas de espuma, que se revuelven en la seda.
Un espejo escondido en un bosque donde sólo crecen raíces, y la hojarasca es comestible y sabe a sal y a cera.
He escrito que el día era una manada de lobos en tus brazos y me he acostado para esperarla, y antes de apoyar la cabeza en la almohada una mirada inocente y abierta se me ha clavado en el cuello como el colmillo que asfixia a la presa mientras la arrastra por entre los matorrales secos.
Recuerdo que esta mañana me levanté y tenía los ojos rojos por el trabajo realizado de madrugada; toda la noche en silencio, esperando que la gota de miel que me surcaba la cara llegara por fin a los labios. Pero también hay crueldad en el misterio, y no hace falta despertar para saber que todo es quimérico, una vez más un engaño del inconsciente, que utiliza mi voz y mi cuerpo para su oscura voluntad de triunfo.
Es más tarde de lo habitual; me revuelvo en la cama y busco una espalda dibujada en la pared con las sombras de la pintura blanca, y los párpados se me van acostumbrando a la sombra, dejan que ésta penetre hasta el nervio, y, una vez allí, le dan el nombre de experiencia mística, o de escombro, y a mí sólo me queda tirarme por las escaleras para comprobar qué es el pánico en el sentido festivo.
Pánico: una rueda, un collar de perlas que atraviesa una mariposa de colores mientras la nube rosa cambia de posición y agrupa las lágrimas en lanzas de espuma, que se revuelven en la seda.
Un espejo escondido en un bosque donde sólo crecen raíces, y la hojarasca es comestible y sabe a sal y a cera.
He escrito que el día era una manada de lobos en tus brazos y me he acostado para esperarla, y antes de apoyar la cabeza en la almohada una mirada inocente y abierta se me ha clavado en el cuello como el colmillo que asfixia a la presa mientras la arrastra por entre los matorrales secos.
2 comentarios:
El último párrafo es bestial (de bestias), uno acaba desbordado, impuesto, violado sin decir que no.
Abrazos Federico.
Gracias, esa era la maligna intención del último párrafo.
Abrazos
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