Detrás de cada fuente vacía, o de cada labio seco, se esconde un animal acobardado por el ruido. La hoja de papel que atraviesa mis pulmones todos los días al despertar y beber la saliva acumulada en vasos de plástico.
La risa prende, y quema todos los árboles, y arrastra todas las mareas, aunque luego cae por las cataratas secas, y su mandíbula choca contra las rocas afiladas, y se desangra como un niño en un castillo de arena.
Cae por las cataratas y no se le ocurre pensar en nada, ni siquiera se decide a recordar como en diapositivas las imágenes más vivas de su memoria. Nada. El sudor frío en su frente, las manos totalmente en calma, sin intentar buscar donde agarrarse. Todo es inútil.
Dentro de la botella el invierno es más cálido, y las sábanas ensucian la piel delicada de las piernas, que se mueven, rozándose, intentando evitar la humedad caliente que las envuelve.
Es un calor pegajoso, como el cuerpo que acaba de correr veinte kilómetros bajo el sol de una ciudad contaminada.
Las huellas de esa humedad se sienten también en sus mejillas, que palpitan como queriendo sonreirle a la muerte, antes de beber el veneno que le tenga preparado; un espejo se rompe, frágil y asustado, en las manos del alfarero, que se peina para ir a misa y ve cómo una ondina se acerca con un vestido rojo y le tortura con los ojos encendidos, bella como un andén vacío y una ventana abierta.
El humo y el vapor lo tapan todo; las heridas, el miedo, la condena, la pausa... El tiempo está en búsqueda y captura, pero no hay recompensa para quien lo encuentre. En el epitafio de ramas cortadas y venas abiertas, un candelabro sostiene la nota que debió haber sido entregada en alguna sala de espera de hospital infantil.
Aunque el hielo no naufrague en tus párpados,
confía en el silencio.
La risa prende, y quema todos los árboles, y arrastra todas las mareas, aunque luego cae por las cataratas secas, y su mandíbula choca contra las rocas afiladas, y se desangra como un niño en un castillo de arena.
Cae por las cataratas y no se le ocurre pensar en nada, ni siquiera se decide a recordar como en diapositivas las imágenes más vivas de su memoria. Nada. El sudor frío en su frente, las manos totalmente en calma, sin intentar buscar donde agarrarse. Todo es inútil.
Dentro de la botella el invierno es más cálido, y las sábanas ensucian la piel delicada de las piernas, que se mueven, rozándose, intentando evitar la humedad caliente que las envuelve.
Es un calor pegajoso, como el cuerpo que acaba de correr veinte kilómetros bajo el sol de una ciudad contaminada.
Las huellas de esa humedad se sienten también en sus mejillas, que palpitan como queriendo sonreirle a la muerte, antes de beber el veneno que le tenga preparado; un espejo se rompe, frágil y asustado, en las manos del alfarero, que se peina para ir a misa y ve cómo una ondina se acerca con un vestido rojo y le tortura con los ojos encendidos, bella como un andén vacío y una ventana abierta.
El humo y el vapor lo tapan todo; las heridas, el miedo, la condena, la pausa... El tiempo está en búsqueda y captura, pero no hay recompensa para quien lo encuentre. En el epitafio de ramas cortadas y venas abiertas, un candelabro sostiene la nota que debió haber sido entregada en alguna sala de espera de hospital infantil.
Aunque el hielo no naufrague en tus párpados,
confía en el silencio.
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