Tzara mencionó algo sobre los dulces de azúcar y requesón untados de chocolate. No lo oí bien; claro que siempre quedan restos de sangre en la comisura de los dinosaurios si uno se fija en la postura que tienen al acostarse por la gracia de algún dios misterioso sin voz ni rostro, como unos prismáticos. Tenía los ojos pintados y sabía que algún día sería verano, pero nunca sospeché del alzacuellos que usó la emperatriz rusa para acercarse a sus hijos desvestidos por la noche, cuando el mago hace conjuros con perejil y estela blanca de aluminio.
La mosca busca hogar, también los pigmeos, todo el mundo busca un techo en este círculo vicioso que se enreda y se corrompe con mis silbidos desde la persiana que baja. Los insectos buscan un suelo para sus hijos en mis venas, porque las conocen, y recuerdan su sabor frío y cremoso, amargo como la daga de un vagabundo en sánscrito que aparece por la espalda de la estatua védica.
Han fallado los tiros, la condena se devuelve a golpes, y no hay jaula que vibre la víscera de las visiones con música a todas horas en las neveras y en tus zapatos.
Es verdad, los tiros han fallado, han caído a tierra con el peso del pecado colgando y sangrando en sus oídos, y han pedido el último disparo, una tormenta eléctrica en sus alfombras, un baño de agua caliente con anacondas.
Un nuevo museo de la especie: una raza de elefantes enanos, con la tierra en sus cabezas como árabes cautivos en palacios de cera, mientras el emperador canta el incendio y la gente huye de aquí al océano en barcas de mimbre para que la hija mayor se prostituya y perviva el honor, aunque guardado para mejor ocasión en la maleta.
No frotes las mangas de la camisa manchada de polvo en el naufragio desde el cráneo hasta el esperma, sin las pruebas necesarias no se olvida, ni se quiere saber nada de un refugio que calme la tempestad y nuble el tacto, que busca sin cesar el interruptor para encender la lámpara y comprobar el desorden de los brazos que se arañan.
Guantes de seda, sobre el sol no hay nada.
La mosca busca hogar, también los pigmeos, todo el mundo busca un techo en este círculo vicioso que se enreda y se corrompe con mis silbidos desde la persiana que baja. Los insectos buscan un suelo para sus hijos en mis venas, porque las conocen, y recuerdan su sabor frío y cremoso, amargo como la daga de un vagabundo en sánscrito que aparece por la espalda de la estatua védica.
Han fallado los tiros, la condena se devuelve a golpes, y no hay jaula que vibre la víscera de las visiones con música a todas horas en las neveras y en tus zapatos.
Es verdad, los tiros han fallado, han caído a tierra con el peso del pecado colgando y sangrando en sus oídos, y han pedido el último disparo, una tormenta eléctrica en sus alfombras, un baño de agua caliente con anacondas.
Un nuevo museo de la especie: una raza de elefantes enanos, con la tierra en sus cabezas como árabes cautivos en palacios de cera, mientras el emperador canta el incendio y la gente huye de aquí al océano en barcas de mimbre para que la hija mayor se prostituya y perviva el honor, aunque guardado para mejor ocasión en la maleta.
No frotes las mangas de la camisa manchada de polvo en el naufragio desde el cráneo hasta el esperma, sin las pruebas necesarias no se olvida, ni se quiere saber nada de un refugio que calme la tempestad y nuble el tacto, que busca sin cesar el interruptor para encender la lámpara y comprobar el desorden de los brazos que se arañan.
Guantes de seda, sobre el sol no hay nada.
1 comentario:
Este es de los que más me gustan.
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