Una especie de pérdida constante del nivel normal de la realidad.


El Pesa-nervios, Antonin Artaud


lunes, 8 de junio de 2009

FRUSTRACIÓN NECESARIA

Arrancarse las orejas en el parto, y vomitar un recital de poesía milimétrica, calculada hasta el límite de lo absurdo, para que germine una raza de focas en el interior del útero mientras una báscula marca el tope, la puerta cerrada que nadie puede traspasar con una sílaba.

Desgaste, desgaste, desgaste... Las pruebas de voluntad son siempre enemigas de uñas afiladas como barrotes de cárceles en pueblos fantasma donde ocurre todos los días el mismo milagro: un duende que repite las ilustraciones, un renglón aparte en la historia del brazo que se agita en formol o cabalga después de comer sin temor a la indigestión senil. La comida se agolpa en la cabeza del teniente más bajo de estatura y peso ontológico y nace el hipo: una corriente eléctrica que palpita al ritmo de una batería baja en calorías o ciega de despecho amoroso, por culpa de un sacerdote, por culpa de un perro caniche, por culpa de un movimiento mal calculado de Tritón alrededor de los anillos interiores de Júpiter, el dios de la alegría, definida normalmente como la palma de la mano abierta para que salgan todas las hormigas del planeta.

Sueño un traje de bombero y un hacha gastada por los bordes, una cuchilla escrita en tu cuello mientras rebuznas una última vez sobre tu patria, tu monotonía angelical, y esas cosas que no sé pronunciar porque sólo tienen un idioma y está perdido en una selva entre tu pecho y la cuarta vértebra, contando de derecha a izquierda.

Las firmas recogidas en el capítulo aparte no son ilusiones del buque en marcha, sólo un kilogramo de esperanza puede salvar el patético tiro a doscientos metros de distancia que acciona una palanca que acciona un mecanismo de defensa que engendra un bicéfalo que se lame las heridas que se satisfacen con el lamido y gimen de placer como una película pornográfica que repite siempre el mismo acorde histriónico. O quizá como un parque abierto de noche, cuando los robos son actos de valentía estacionaria que se camufla bajo las faldas de mamá porque hace viento, y el dios del viento raptará a la ninga del lago que burbujea desde su roca submarina. Ahí está, con sus trenzas de algas y su boca de petróleo que se abre en dos sin llegar a rozar el círculo vicioso de una mesa que se arrima a una silla, una silla que se aparta de una mesa.

Tración, olvido, lujo, azar. Las palmeras deben estar ahora más brillantes que nunca, imitando el brillo de tus ojos, C., cuando te ríes en un tren que se pone en marcha con cuatro horas de retraso para que el mundo gire debajo, y un niño estruje los lunares de la cara contra el cristal del baño de señoras minusválidas. Morirá, seguramente entre los raíles del ataúd que ironiza acerca de una cosecha de hielo que ha pasado a un nivel superior, entendiéndolo tal y como el pastelero le hizo saber a la cocinera entre orgasmo y orgasmo de las langostas ocupadas en las cabinas telefónicas de un suburbio escondido bajo un monte de espuma artificial con motivo de un centenario porque alguien murió hace mucho y nosotros estamos contentos, estamos tristes, estamos sentados, estamos en vilo.

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